Piñonate Margariteño. Crédito a su autor En mi nevera estuvo hasta ayer un contenedor plástico, en su interior varias bolsas ziploc que ya no cierran, como chiclosas por fuera. Unos “macundales” que han habitado este rincón frío por casi 5 años. El envase ha cambiado, las bolsas han sido renovadas en varias ocasiones y conozco perfectamente su contenido, pero no lo visito sino para cambiarle el sudario. Esa inocente esquina, es en mi alma un mausoleo. Tengo varias, regadas. Tal vez haya algunas de las que no esté consciente. Mentira, las cajitas vacías también son petite mártires . Huevas de Lisa, un Piñonate y conserva de coco son los habitantes regulares de ese contenedor. Cada viaje a mi terruño, le ha aportado. Vengo siempre con más contenido para el rincón neverístico. Nuevos en fecha de emisión, pero el repertorio es fijo y muy limitado. Morder la conserva de coco ya seca, me pone los pies en el agua perfecta de mi Caribe. Me zumba directo a Margarita, Paria y Anzoátegu
Cuando Felipe nació, era la cosa más linda. Aparte de ser un bebé de cesárea, cosa que le evitó esa cara medio aplastada que tienen todos los recién nacidos, era muy hermoso. Rosadito, de ojos grandes y melancólicos, de nariz pequeña y labios generosos. Cuando paseaba con él, la gente se detenía a hacerle carantoñas, él hacía los ruidos más deliciosos y mostraba sus encías con facilidad. Cuando fué creciendo, se perfiló un niño de carácter afable y de particular inteligencia. Habló muy pronto, y gracias a los oficios de su padre, también aprendió a leer tempranísimo. Amaba los libros de cuentos y los rompecabezas. Las frases que más decía la gente al verlo eran: -¡Qué delicia de niño!- -¡Me lo como!- -¡Está de comérselo!- -¡Me lo como frito!- La verdad es que a medida que crecía era cada vez más bonito de ver. Fueron pasando los años y Felipe, poco a poco y por razones que sigo sin poder entender, se volvió ensimismado y sentía en él una rabia callada e insondable que tomaba cada vez