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RINCONES

 

Piñonate Margariteño. Crédito a su autor

En mi nevera estuvo hasta ayer un contenedor plástico, en su interior varias bolsas ziploc que ya no cierran, como chiclosas por fuera. Unos “macundales” que han habitado este rincón frío por casi 5 años. El envase ha cambiado, las bolsas han sido renovadas en varias ocasiones y conozco perfectamente su contenido, pero no lo visito sino para cambiarle el sudario.

Esa inocente esquina, es en mi alma un mausoleo. 

Tengo varias, regadas. Tal vez haya algunas de las que no esté consciente. 

Mentira, las cajitas vacías también son petite mártires.


Huevas de Lisa, un Piñonate y conserva de coco son los habitantes regulares de ese contenedor. Cada viaje a mi terruño, le ha aportado. Vengo siempre con más contenido para el rincón neverístico. Nuevos en fecha de emisión, pero el repertorio es fijo  y muy limitado.

Morder la conserva de coco ya seca, me pone los pies en el agua perfecta de mi Caribe. Me zumba directo a Margarita, Paria y Anzoátegui, a toda esa costa maravillosa que termina en arenas generosas y vegetación constante y me encadena a memorias retocadas en technicolor. Las huevas de Lisa  en particular son para mi un pasaje directo a esas costas y bosques, donde llegaron mis ancestros, donde nació mi mamá y de donde huyó mi otra abuela. Si pruebas las huevas de Lisa, enormes en sustancia no olvidas el sabor a mar cálido, a memoria mojada en ron y sol y a una variedad punzante de paisajes en un brinquito. Selva, cactus, fruta, café y sal.


Mi abuela y mi mamá son de Caripe del Guácharo. Un valle de multitud de verdes, lejano: donde no se puede llegar sino con ganas. Un pueblo enclavado en historias continuadas de otros mares, de prosperidad pasada pero citada en gerundio. Las familias Caripenses comparten un barco originario, una provincia que generó partidas en Italia, una amistad y mezcolanza genética inevitable apuntaladas en tesón, inventiva y destierro.


No son pocas las veces que la memoria ya pintada de confusión y anhelo, se avoca en sueños que con el mismo desparpajo y al mismo tiempo reconstruye e inventa escenarios; recuerdos de mis amigas en su momento jipi que se esplayaban desnudas sobre los vagones para secar café que salían  de abajo de la casa, fundada por el bisabuelo Cirigliano entrelazados con imágenes de las historias familiares.


Vista de frente, la casa de Caripe era una más, un poco muy alta, las proporciones fallaban. En la parte inferior del edificio, unos paneles abisagrados, que se mimetizan con la fachada. Al acercarse, uno se percata de las piezas móviles que de manera inmediata reclaman manipulación.

El patio al frente se rompe  con líneas de acero, unos rieles que saltan a la vista con durmientes ya abrazados por el pasto que cubre el suelo vacío, verde y amplio. Hay muchos vestigios del trabajo que toma mantener esos montes a raya. Recuerdo vivamente, en mis estadías extendidas el olor a pasto recién cortado bajo la canopia del bosque peluqueado por siglos que rodea la casa.


En ese valle boscoso, donde abunda la neblina secar café era un cuento. Entonces, este pana  (el bisabuelo Nicolás) se inventa una manera de guardar el café del “sereno” que alargaba el proceso de secado. Durante el día, con el catire en el cielo en todo su rollo, el café se secaba feliz en los 4 vagones inmensos de madera sólida y amorosamente abrazada en lisura. La madera seca de ese artilugio, absorbía durante la noche la humedad del grano después que una mano callurienta empujaba el chirrido de los rieles a su refugio bajo el piso de la sala . Las piezas sobre la fachada cerraban y guardaban a sus pasajeros con fruición. Descubrir secretos como ésos  convirtió mis visitas a Caripe en unas anécdotas inmortales.


Vuelvo al Piñonate, a su envoltorio manoseado mil veces. 

Por mi, con las ganas de abrirlo y el temor de perder el hilo que sustenta mis recuerdos, por los que lo amasaron, los que lo secaron y los que lo envolvieron. Todos esos que de manera oblicua quedaron condenados a esa esquina fría y olvidada en un rincón de una nevera en Nueva York.


Esta referencia es para mí, muy jodida, porque el emperador de ese rincón es ése Piñonate, un señor Margariteño que nadie conoce de nombre y que es vecino. A quien ignoras con todas tus fuerzas, porque la intimidad obligada a razón del espacio es maluca y en éste tupperware en particular decir que hay sobrepoblación y apurruño constante, es un understatement . Ese vecino insistente era el regalo de mi hermano, un ser de nombre principesco e imponente, aportador principal del rincón en cada visita a nuestro paraíso caribeño; más peso a ese dulce arcaico y generador de conversaciones.


Ayer boté parte de las huevas de Lisa, pero no estaban malas. Volteé para el otro lado, las saqué de su tumba y las puse con la plebe de ésta basura fea de primer mundo. Sumé todas mis fuerzas para desatar el hechizo que nos hace no querer enterrar un cadáver, ése que nos saca lágrimas por un pedazo de papel sucio con unos garabatos, que algunos guardan en una gaveta y otros en su cabeza, pero el rincón persiste.


Dije con tristeza franca también  adiós a unos pedazos tiesos y maltrechos que alguna vez fueron conserva de coco. Atesoro los sabores que representan momentos, cuentos y fábulas.

Corroboro mi manera particular de fetichismo. 




MB NYC 7/2022


Comentarios

  1. Qué rico leerte Mariantuan. Quedé salivando la nostalgia de unas huevas de lisa, las mías -las de mis recuerdos- vienen de Güiria y de Carúpano. Abrazo hasta NY.

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  2. Por cierto, soy Roselys la que escribió sobre las huevas de lisa parianas de mi corazón.

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